Tropiezo con mi pie izquierdo con un tronco que Kurt ha dejado por el suelo y
casi me voy de cabeza contra una de las innumerables cajas de la truncada mudanza a ninguna parte, me clavo en el pie una astilla de una madera
mordida por mi bestia perruna y se me cae la jeringuilla para pinchar a mi gata
Lilith, que es diabética. Gracias a Kurt el comedor parece una fábrica de
serrín y palillos. También nadamos en ceniza de la chimenea, la esparce con las
patas para comerse el carbón. Sobre gustos...
Las cajas de mi mudanza truncada me miran, acusadoras y amenazadoras. ¡Glups! |
Pa casa de nuevo
Le cuento al dragón de mi salón que algún día tendré que marchar para no volver. |
Un día normal, como otro cualquiera, tengo
morados por todas partes a fuerza de tropezar con todo. Con gran esfuerzo,
antes del aislamiento obligatorio en casa había conseguido salir y quedar con gente: “¡Te
estás aislando, te vas a quedar sola, te vas a deprimir!”, clamaban las voces
apocalípticas de mis familiares y amigos para obligarme a quedar con amigos y hasta con conocidos y a hacer visitas y esas cosas de la socialización. Y
ahora que le había empezado a coger un poco el gustillo, me envían para casa de un patadón.
Todo es muy confuso. Hace añísimos que trabajo en casa, estoy adaptada al
medio. Vivo sola, hablo con mi perro y con el dragón de mi salón.
Pandemio y yo
Preparo de nuevo la dosis de insulina de Lilith, que exige
su comida a maullido pelao, y me dispongo a pincharla con mano inexperta y algo
temblona. No me impresiona ponerle la inyección, pero es que soy torpe de
narices (tapadas con un pañuelo). Sí me impresiona el pinchazo que me arreo sin
querer: he calculado mal y la aguja ha traspasado el doblez de piel de Lilith
para ir a hincarse en mi dedo índice. Mejor no me ofrezco como enfermera
voluntaria. Somos como la corte de los milagros: Lilith diabética desde hace veinte días, Kurt epiléptico y displásico y yo fibromiálgica perdida.