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sábado, 30 de julio de 2011

Sonrisa de amor y de odio



Me he dado cuenta de que entiendo más la demostración pública de odio que la de amor o amistad. Prefiero guardar y saborear en mi interior los sentimientos y las pasiones en lugar de exponerlos a las miradas de los demás. Son dos formas diferentes de disfrutar: en la mía solo los dos interesados conocen el alcance de lo que sienten y lo viven en complicidad, sin que nadie se dé cuenta, y para otros es necesario gritarlo al mundo. Ni mejor ni peor, simplemente diferente.

Eso sí, y no digo que sea el caso de nadie, a veces las grandes demostraciones de amor e incondicionalidad orales son simplemente palabras... Recuerdo por ejemplo aquellos que dijeron que se tirarían por el barranco detrás de sus amigos aunque estos no tuvieran razón... Lo que nunca aclararon es que si sus amigos se habían caído por el barranco fue porque ellos los habían empujado antes... Bah, minucias.

Conozco mucha gente capaz de decir: “Daría hasta la última gota de mi sangre por ti”, “moriría por ti” a la que se la escucha y se la cree, que luego no son capaces ni del más mínimo gesto. Para mí, el amor no se compone de palabras, o al menos no sólo de palabras, sino de gestos... El movimiento se demuestra andando, una de mis frases favoritas, o con el brillo de los ojos, la llamada de teléfono después de una crisis, el “lo siento” después de un malentendido, el tiempo que se eclipsa y pasa imparable en cada nuevo encuentro, el perdón generoso ante un error de bulto…

Comprendo más las demostraciones de odio con bufanda de furia desatada, aunque actualmente con esta paz interior de la que gozo, no creo que me enzarzara tampoco en ninguna. En el pasado sí, perdóname paz interior porque pequé.

Recuerdo un forero, que hace muchos años, escribió sobre la que había sido su amor un comentario que no tiene desperdicio. Su ácida y corrosiva crítica destila despecho, sufrimiento y la furia del que amó y perdió. Y nunca se recuperó…

No se dio cuenta de que él quedaba retratado al criticar de forma despiadada y cruel a la que había amado. No se dio cuenta de que al rebajarla a ella se rebajaba a sí mismo. No se dio cuenta de que, sobre todo, la emprendía con su físico porque, al parecer, a las mujeres decirnos que somos feas o que somos gordas es lo peor que nos pueden decir… E incluso puede ser que nos haga llorar. Deberíamos trabajar para cambiar eso.

Ahí va esa perla del aborrecimiento y el resentimiento:
"Hoy, por fin, he visto tu cuerpo de retaca pueblerina: tu celulitis galopante, tus bragas de cabaretera barata (indescriptibles), tu forma de vestir de hortera absoluta (desconfiad, hermanos, de las que se intercambian la ropa con su madre). Y eso por no hablar de ese horrible co.ño depilado (mal depilado, además), que parecía el culo de un pollo podrido de Carrefour."

¡Ays, si os contara yo lo que llegué a largar a aquellos que me han traicionado con voz glacial, ira apenas contenida, mi peor lengua bífida y toda mi mala hostia (perdóname paz interior porque pequé):

Pero no lo voy a hacer porque hace años ya que tomé un soma de paz interior. En su lugar voy a poner una carta de amor no correspondido y suave reproche y sumisión que siempre me ha encantado:

Milán.8 Frimario año V: ocho de la noche (28 de noviembre de 1796)
Recibo el correo que Berthier había mandado a Ginebra. No has tenido tiempo de escribirme, lo comprendo fácilmente. Rodeada de placeres y diversiones, harías mal en realizar para mí el menor sacrificio.

Berthier ha consentido en mostrarme la carta que le has escrito. No me propongo que desbarates nada en tus cálculos ni en las diversiones que te ofrecen: yo no valgo esa pena, y la felicidad o la infelicidad de un hombre a quien no amas, no tienen derecho a que te intereses por ellas.

Por mi parte, amarte a ti sola, hacerte dichosa, no hacer nada que pueda contrariarte, tal es el destino y el fin de mi vida.

Sé feliz, no me eches nada en cara, no te intereses por la felicidad de un hombre que no vive sino de tu vida, no goza sino de tus placeres y de tu felicidad. Cuando exijo de ti un amor semejante al mío, hago mal: ¿para qué desear que los encajes pesen tanto como el oro? Cuando te sacrifico todos los deseos, todos mis pensamientos, todos los instantes de mi vida obedezco al influjo que tus hechizos, tu carácter y toda tu persona han sabido ejercer sobre mi desgraciado corazón. La culpa es mía, puesto que la naturaleza no me ha concedido atractivos para cautivarte; pero lo que merezco por parte de Josefina, son miramientos, estima; porque amo con furor y únicamente.

Adiós, mujer adorable; adiós, Josefina mía. Acumule mi destino en mi corazón todos los pesares y dolores; pero que yo pueda ofrecer a mi Josefina días prósperos y felices. ¿Quién lo merece más que ella? Cuando me convenza de que ya no puede amarme, guardaré dentro de mí mi dolor profundo y me contentaré con poder serle útil y servirla en algo.
Vuelvo a abrir mi carta para darte un beso... ¡Ah Josefina!... ¡Josefina!
Bonaparte.

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