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jueves, 3 de mayo de 2012

Mentiras relativas

“Lo mismo te miento que te digo la verdad”  -dijo él para tranquilizarla la primera vez que le pilló en una gran mentira.
Ella supo que era sincero y que podía confiar en él.

Alicia Misrahi. Página web: www.aliciamisrahi.com
Podría haberle dejado, haber lanzado un jarrón para que se estrellara en su cabeza dándole tiempo para que se apartara –como sucedía en las películas-, haber vaciado el vino en su cara, haberle arañado los ojos… pero sonrió.





No era cirujano, esa fue su primera mentira desvelada, que ella descubrió accidentalmente durante su primera época juntos. Se hizo famoso por sus intervenciones de aumento de pecho personalizadas y por las operaciones de narices. Operaba cualquier parte del cuerpo de sus pacientes y la dejaba en su punto justo, pero sus tetas y sus narices eran sublimes, especialmente diseñadas y moldeadas con mimo para adaptarse a los cuerpos y caras de sus propietarios y mejorarlos notablemente sólo con una serie de toques sutiles.

De su primera etapa ella guardaba como recuerdo unas nuevas tetas con forma de jugosas peras, tan naturales que parecían las suyas propias aunque con una talla y media más.
Tampoco era agente secreto, ni policía infiltrado ni ladrón de guante blanco ni taxista ni explorador ni minero, como descubrió en diferentes ocasiones. En realidad, era un artista.
No sabía quén era. Le amaba en cada una de sus personalidades. Se aparecía ante ella como un electricista y sabía que era él. El sutil brillo en los ojos le delataba.
No es que fingiera ser un electricista y recreara luego la típica y tórrida fantasía de sexo salvaje aquí te pillo aquí te mato: es que era un electricista y su figura, sus actos y su rostro se adaptaban a su nueva condición.
Durante un par de semanas podía verlo atareado con su mono azul y su caja de herramientas reparando los enchufes, redes, conexiones y lámparas de sus vecinos.
Luego, repentinamente, desaparecía.


Y volvía a aparecer como un hombre de negocios, un traficante de armas, un halconero, un domador de fieras, un vendedor de seguros, un actor muerto de hambre intentando abrirse camino en un sinfín de castings, un clown acróbata, un exitoso presentador de televisión…
Cada oficio tenía su propia personalidad y rasgos físicos específicos, pero ella siempre le reconocía  por el brillo en los ojos cuando la miraba.
“Lo mismo te miento que te digo la verdad”. Confiaba en él porque sabía que siempre volvería a ella y que la sorprendería.
Con él podía ser quien quisiera y él lo creería. O lo fingiría con tal veracidad que venía a ser lo mismo. Hubo una época que aspiraba a encontrar un hombre con el que pudiera ser ella misma. Con él, podía ser todas las mujeres y ninguna.
Podía sentirse una jovencita traviesa y vestirse de Lolita y para él sería realmente una quinceañera perversa. Podía ser una mujer fatal, un ama, una espía venida del trópico, un ama de casa perfecta, una aventurera, una cabaretera y él siempre sería su complemento perfecto.
No sabía quién se adaptaba a quién. A veces él aparecía con una identidad con la que ella había fantaseado conscientemente, pero otras veces él volvía a ella con un personaje carismático y extraño que ni siquiera había sospechado que ambicionara.
Recordaba con especial emoción y cariño la etapa en la que ambos fueron antropólogos que convivieron con diferentes tribus de indios del Amazonas. Con él todo era fácil, posible, sencillo, por arriesgado que fuera. Vivieron románticos y extenuantes días de baños en el Amazonas, entre cocodrilos y pirañas y mosquitos; de hermosos atardeceres navegando en canoa entre saltarines delfines, y de lentos avances por la selva impenetrable y llena de animales tan bellos como letales. Sabía que nada podía sucederle porque confiaba en él plenamente, “lo mismo te miento que te digo la verdad”.


Un día no volvió a ella. Tuvo la certeza de que había pasado una tragedia.
Un hombre vino a verla para comunicarle la muerte de su amado y para explicarle quién era realmente.
Le hizo callar con un gesto imperioso, le despidió y se sentó a llorar y a recordar en el tejado.
No le interesaba saber quién era él realmente, le bastaba con haber sido feliz. Había descubierto por experiencia propia que la verdad y la sinceridad están sobrevaloradas.



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